lunes, 29 de septiembre de 2008

Sobre Rucci. Pedido de publicación de Jorge Rulli



La Argentina continúa siendo felizmente imprevisible. Un país difícil de controlar, un país en que siempre salta la liebre por donde menos uno se lo espera. Todo el edificio del progresismo que gobierna, ha sido construido trabajosamente a lo largo de muchísimos años y ha teñido con su pensamiento y sus políticas de derechos humanos transformados en ideología, todo el espacio del pensamiento, de la cultura y en especial de la política. Lamentablemente para ellos, tiene en su base algunos puntos débiles. Y uno de esos puntos que ponen a temblar a todo el edificio es el asesinato de Rucci, el 25 de septiembre de 1973. José Ignacio Rucci era el Secretario General de la CGT y funcionaba como el sostén de Perón, su hombre de mayor confianza, aquel en que el líder confiaba plenamente y en quien depositaba los proyectos de futuro. Lo asesinaron tan solo dos días después de una elección única en la historia, en que la formula Perón Perón había sido plebiscitada, por más del 65% de los votos. Su muerte afectó profundamente a Perón y aceleró su muerte. Le tronchó las piernas tal como el mismo Perón expresó de manera conmovedora. Hacia pocas semanas que el golpe de Pinochet había terminado con el Gobierno de Allende en el vecino Chile e instaurado una dictadura feroz, cuyas consecuencias marcan todavía la vida del país hermano. Nadie podía ignorar cuáles eran, en esos momentos, los riesgos que corría la Argentina, tampoco nadie podía presumir que podíamos debatir impunemente mediante crímenes como el de Rucci, en los marcos aceptados de la democracia, del gobierno, y desde un Estado, que los propios asesinos compartían. Tal vez por eso jamás reconocieron públicamente su autoría, aunque las pruebas fehacientes y la memoria de aquellos días y el cúmulo de los propios reconocimientos en sordina, no dejan lugar a dudas, de quienes fueron los autores. No obstante, son muchos los que han conspirado para que la Argentina olvide a Rucci y el gremio metalúrgico no ha sido ajeno a ciertas complicidades con los autores del magnicidio, hecho trágico que sin lugar a dudas facilitó el camino hacia el golpe militar del 76. En los años últimos se llegó al extremo de afirmar en el propio seno de la CGT y con desparpajo, que los autores fueron de la CIA, y desde la Secretaría de DDHH de la Nación se les pagó la indemnización a los familiares de Rucci, sugiriendo la sorprendente teoría de que la muerte fue realizada desde el Estado mismo, por la triple A de José López Rega. En verdad, ha sido todo ello, no solo una farsa, sino un agravio a la inteligencia y a la memoria de los argentinos. No dudo que la muerte aquella se ejercitó desde el Estado, varios gobiernos provinciales y hasta la Universidad de Buenos Aires pueden haber ejercido como bases y respaldo para el desarrollo de una operación criminal que liquidó la columna central de aquel gobierno y de aquel proceso nacional.

Hechos circunstanciales, ciertas torpezas política, así como el fracaso notorio de ciertas políticas setentistas, en los últimos tiempos, han posibilitado que aquel crimen ahora se reinstale en los medios, en la Cámara de Diputados y en estrados judiciales, probando una vez más que la historia contemporánea no está cerrada, que el pasado reivindica su propia justicia y que el proceso de la Revolución Nacional interrumpida no corre precisamente por andariveles cartesianos. Soy plenamente conciente que, buena parte de una generación que hoy está en los cincuenta años o poco más, y que participa del poder político y económico, abrazó en los años setenta paradigmas y conceptos revolucionarios que fueron en aquellos años una modalidad bastante generalizada de pensamiento, que esos paradigmas los condujeron a aceptar encuadramientos y políticas, a veces aberrantes, y que hoy rechazarían absolutamente, pero que, en aquel entonces los llevaron a exaltar sentimientos y certezas incapaces de advertir matices. Todo se supeditaba a una despiadada lucha por el poder y las consecuencias fueron funestas. Hoy, treinta y cinco años después no solo sería fácil decir que aquel final era previsible, sino que además, no costaría demasiado aceptar que buena parte de aquellos paradigmas y de aquellos conceptos han perdido vigencia y tanto el mundo como los propios descendientes de aquella generación de los años cincuenta, tienen otras visiones y otros cultos.

Buena parte de aquellas cosmovisiones que enamoraron multitudes se cayeron con el muro de Berlín y con el marxismo de mercado. El mundo ha cambiado, y suele resultar difícil comprender las nuevas luchas desde las miradas congeladas de aquellos tiempos. De allí esta persistente demanda para adecuar los pensamientos a los nuevos tiempos. Pero ello requiere revisar aquellos años y comprender que las consecuencia de aquellos desvaríos no fueron una derrota sino que fueron un fracasó. Es que hacer la diferencia entre derrota y fracaso en relación a los años setenta, no es algo accesorio. Son precisamente muchos de aquellos, los más empecinados en rechazar la idea de fracaso y en persistir en un pensamiento fuertemente estructurado, los que han acompañado las políticas neoliberales y privatizadoras, muchos también han ayudado a construir un tinglado ideológico setentista tardío, que como una rémora acompaña las actuales políticas amigables con las corporaciones y desde las que, acostumbran a demonizar al campo como la nueva derecha, cuando en realidad no hacen sino repetir, aunque de otra manera, los viejos errores y los gestos que los llevaron a coaligarse con Lorenzo Miguel y asesinar a Rucci. En estos días demasiados escribientes del poder que defienden sus pequeños privilegios, han instalado debates sobre la propia personalidad de Rucci y sus responsabilidades, como si poder probar sus vinculaciones con ciertos excesos de violencia de la época, o el que algunos delirantes vistieran camisas negras en su entierro, pudieran justificar el magnicidio. Nuevamente pretenden que veamos la superficie de las cosas y que evitemos reflexionar como seres adultos. No se trata tan solo de quien fuera la víctima, sino de que se reconozca la responsabilidad y el crimen de ejecutarlo en medio de una democracia y cuando se ejercían miles de altos cargos funcionariales en el Estado, y sobretodo se trata de tener en cuenta, las enormes consecuencias que ese crimen desató. El golpe militar del año 76, fue la consecuencia no solo de la muerte de Perón y de la debilidad del gobierno que lo continuó, sino también, de los desvaríos y de las aberraciones que se cometieron y que continúan impunes.

Soy consciente que los problemas que estoy abordando y los desafíos que expongo, no son fáciles de enfrentar. Tampoco lo han sido para mí, que fui un protagonista activo en aquellos años. Pero estoy convencido que si no asumimos la muerte de Rucci como lo que fue, un crimen atroz que cambió el rumbo de la historia y condenó al proceso popular, un crimen absolutamente contrarevolucionario que es origen de este engendro en que cierto antiperonismo visceral hable hoy lenguajes extraños travestido de peronismo, es difícil que podamos recuperar una mirada histórica que nos permita enfrentar los dificilísimos problemas con que a poco tiempo nos enfrentaremos. Estamos en medio de una crisis global como no se recordaba otra desde los años treinta, y como condenados al fracaso, permanecemos impasibles, ganados por la soberbia y por la estulticia, cuando deberíamos estar construyendo como en una colmena, las defensas necesarias para que la debacle que, inexorablemente llegará a nosotros, no nos arrastre. Un país que depende absolutamente de insumos externos, que depende de la exportación masiva de commodities, un país que ha despoblado el territorio y que ha concentrado sus poblaciones en enormes ciudades donde la principal subsistencia de las mayorías son los planes asistenciales, es un país que inexorablemente sufrirá los impactos de la crisis sin atenuantes y sin defensa alguna. Si no podemos asumir y resolver el pasado inmediato, menos podremos resolver nuestro presente.
Jorge Eduardo Rulli

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