La decadencia de la UCR y el protagonismo de Alfonsín
La responsabilidad que le cabe al histórico dirigente del radicalismo. Pudo cambiar la historia. No pudo o no quiso, pero nunca dejó la escena política.
Por Alejandro Horowicz. Sociólogo
La responsabilidad por la decadencia de un partido político difícilmente suele reconocer un responsable personal. Por lo general, razones sociológicas más abarcativas –el clima de época, la desintegración del orden social, conflictos sin superación positiva, crisis en el entramado que representa– suelen absorber las pifiadas personales. Las explicaciones omnicomprensivas suelen encubrir graves errores de conducción, errores que pasan inadvertidos tras la mecánica de una decisión institucional. El error de cálculo suele ser la contracara de la dificultad de evaluar un curso de acción, y este error siempre tiene inequívocos responsables personales.
Tras el derrumbe del poder militar en el ‘83, un partido pasó de beneficiario directo del orden anterior a víctima propiciatoria de su funcionamiento: la Unión Cívica Radical. Y un dirigente acompañó biográficamente esa eclipse: Raúl Alfonsín.
Muy pocos presidentes tuvieron la posibilidad de producir un vuelco en la historia colectiva (en mi contabilidad solo tres: Perón, Alfonsín y Kirchner), ninguno fue capaz de impulsar un nuevo curso. No nos proponemos analizar los motivos de esta invariante histórica, sino asumir un dato: aquí la potencia política del régimen presidencial es muy grande; el presidente es por tanto responsable decisivo de su acción de gobierno. En el caso de Alfonsín esta responsabilidad excede largamente esta función. Avancemos con orden. No sólo fue el dirigente radical clave durante los años de plomo –su participación en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, a la que lideró genuinamente, le dio un espacio único–, sino que supo manejar como nadie la proximidad a la dictadura del ‘76 –que contó con su apoyo explícito, basta releer la revista que dirigió, Propuesta y Control, para constatarlo– al tiempo que construyó la prudente distancia –rechazo de la ley de autoaministía de los militares– que le permitiría capturar el voto juvenil en 1983. Y desde allí acceder, por primera vez para un radical, desde 1945, mediante elecciones libres, a la primera magistratura. Era el radical capaz de batir electoralmente al peronismo. Juan Alemann, secretario de Hacienda de la gestión de Martínez de Hoz, escribió después de las elecciones del ‘83 una celebrada nota en Ámbito Financiero, titulada De nada, doctor Alfonsín; allí explicaba que las transformaciones de la siniestra dictadura le habían posibilitado la victoria. Una clásica interpretación omnicomprensiva, y por tanto un modo particularmente injusto de desconocer sus méritos en tan restallante victoria.La pendiente radical. Una cosa es maniobrar para conquistar la mayoría –ésa es la principal capacidad política de Raúl Alfonsín– y otra bien distinta, gobernar el salvaje potro de la historia nacional. Digámoslo sin eufemismos: él no posee esa última destreza. Ergo, cuando de gobernar se trata, pierde el enorme caudal acumulado en el proceso anterior. Es un maestro en el arte de protagonizar un punto de convergencia política, y un mediocre en la tarea de dirigir un gobierno nacional. Por tanto, en el poder no le preocupa demasiado al establishment, al que cede hasta agotarse, pero en el llano, Alfonsín debiera preocupar a todos los gobiernos. Y a nadie se le escapa que ahora está en el llano, tras recorrer una pendiente poco habitual. Echemos una mirada rápida. En las elecciones nacionales del 2003 el radicalismo obtuvo el 2,34 por ciento de los votos emitidos, lo que permite afirmar sin cargar mucho las tintas que obtuvo más en la interna que en la nacional. Y ése es un dato preocupante: el caudal radical quedó en manos de Carrió (14,05 por ciento) y López Murphy (16,37 por ciento), pero ninguno de los dos se presentó a las internas de la UCR porque no las podía ganar. Y acá está el punto: la independencia del aparato político permite falsificar la voluntad popular; de modo que Alfonsín, sin caudal societario real, se adueñó de la marca. El partido centenario condenó a sus votantes a una brumosa diáspora, para asegurar a los fieles de Alfonsín la conducción nacional. Una oligarquía política, en sentido aristotélico. En las elecciones del 2007, el radicalismo concurrió con candidato prestado por el oficialismo: Roberto Lavagna. En cambio, el oficialismo sumó al ex gobernador radical de Mendoza. Tomar a Lavagna era el modo de capear otra crisis en la que la UCR no podía repetir la elección del 2003, y ese módico objetivo se alcanzó. Alfonsín preservó su lugar en el juego, lo demás pasó a tercer plano. En cambio, incluir a un radical K en la fórmula no aportó en cuanto a caudal, sino a formar una imagen que buscaba distanciarse de las fuerzas tradicionales. Conviene subrayar que la fórmula Cristina Fernández de Kirchner y Julio Cobos no la sostenía el PJ, sino el Frente para la Victoria. Y que el justicialismo carecía, por ese entonces, de destino previsible. La oposición –sobre todo mediática– eligió desgastar rápido a la flamante presidenta, con el argumento de la continuidad. El escándalo de la valija venezolana fue el principal argumento. Tanto que durante los primeros días el conflicto campero no ganó la tapa de los diarios. Bastó que la Sociedad Rural venciera en el espacio público, para que el gobierno traspasara el debate al Congreso. Y que el Congreso espejara agónicamente la nueva relación de fuerzas. En ese instante Cobos, que no estaba en el libreto de nadie, produjo el vuelco, pasando de figurita decorativa a héroe de la derecha nativa. En ese punto Alfonsín volvió a mostrar quién era: un punto de reagrupamiento posible, de Cobos, de la oposición, de la diáspora radical, de la política nacional. El departamento de la Recoleta recuperó glamour, y en solemne peregrinación los fragmentos de un poder disperso intentan recomponerse. El milagro surge de un error de cálculo oficial –las trayectorias importan poco– y si el error vuelve a repetirse, el próximo candidato de la oposición en el 2011 lo decidirá Raúl Alfonsín.
Tras el derrumbe del poder militar en el ‘83, un partido pasó de beneficiario directo del orden anterior a víctima propiciatoria de su funcionamiento: la Unión Cívica Radical. Y un dirigente acompañó biográficamente esa eclipse: Raúl Alfonsín.
Muy pocos presidentes tuvieron la posibilidad de producir un vuelco en la historia colectiva (en mi contabilidad solo tres: Perón, Alfonsín y Kirchner), ninguno fue capaz de impulsar un nuevo curso. No nos proponemos analizar los motivos de esta invariante histórica, sino asumir un dato: aquí la potencia política del régimen presidencial es muy grande; el presidente es por tanto responsable decisivo de su acción de gobierno. En el caso de Alfonsín esta responsabilidad excede largamente esta función. Avancemos con orden. No sólo fue el dirigente radical clave durante los años de plomo –su participación en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, a la que lideró genuinamente, le dio un espacio único–, sino que supo manejar como nadie la proximidad a la dictadura del ‘76 –que contó con su apoyo explícito, basta releer la revista que dirigió, Propuesta y Control, para constatarlo– al tiempo que construyó la prudente distancia –rechazo de la ley de autoaministía de los militares– que le permitiría capturar el voto juvenil en 1983. Y desde allí acceder, por primera vez para un radical, desde 1945, mediante elecciones libres, a la primera magistratura. Era el radical capaz de batir electoralmente al peronismo. Juan Alemann, secretario de Hacienda de la gestión de Martínez de Hoz, escribió después de las elecciones del ‘83 una celebrada nota en Ámbito Financiero, titulada De nada, doctor Alfonsín; allí explicaba que las transformaciones de la siniestra dictadura le habían posibilitado la victoria. Una clásica interpretación omnicomprensiva, y por tanto un modo particularmente injusto de desconocer sus méritos en tan restallante victoria.La pendiente radical. Una cosa es maniobrar para conquistar la mayoría –ésa es la principal capacidad política de Raúl Alfonsín– y otra bien distinta, gobernar el salvaje potro de la historia nacional. Digámoslo sin eufemismos: él no posee esa última destreza. Ergo, cuando de gobernar se trata, pierde el enorme caudal acumulado en el proceso anterior. Es un maestro en el arte de protagonizar un punto de convergencia política, y un mediocre en la tarea de dirigir un gobierno nacional. Por tanto, en el poder no le preocupa demasiado al establishment, al que cede hasta agotarse, pero en el llano, Alfonsín debiera preocupar a todos los gobiernos. Y a nadie se le escapa que ahora está en el llano, tras recorrer una pendiente poco habitual. Echemos una mirada rápida. En las elecciones nacionales del 2003 el radicalismo obtuvo el 2,34 por ciento de los votos emitidos, lo que permite afirmar sin cargar mucho las tintas que obtuvo más en la interna que en la nacional. Y ése es un dato preocupante: el caudal radical quedó en manos de Carrió (14,05 por ciento) y López Murphy (16,37 por ciento), pero ninguno de los dos se presentó a las internas de la UCR porque no las podía ganar. Y acá está el punto: la independencia del aparato político permite falsificar la voluntad popular; de modo que Alfonsín, sin caudal societario real, se adueñó de la marca. El partido centenario condenó a sus votantes a una brumosa diáspora, para asegurar a los fieles de Alfonsín la conducción nacional. Una oligarquía política, en sentido aristotélico. En las elecciones del 2007, el radicalismo concurrió con candidato prestado por el oficialismo: Roberto Lavagna. En cambio, el oficialismo sumó al ex gobernador radical de Mendoza. Tomar a Lavagna era el modo de capear otra crisis en la que la UCR no podía repetir la elección del 2003, y ese módico objetivo se alcanzó. Alfonsín preservó su lugar en el juego, lo demás pasó a tercer plano. En cambio, incluir a un radical K en la fórmula no aportó en cuanto a caudal, sino a formar una imagen que buscaba distanciarse de las fuerzas tradicionales. Conviene subrayar que la fórmula Cristina Fernández de Kirchner y Julio Cobos no la sostenía el PJ, sino el Frente para la Victoria. Y que el justicialismo carecía, por ese entonces, de destino previsible. La oposición –sobre todo mediática– eligió desgastar rápido a la flamante presidenta, con el argumento de la continuidad. El escándalo de la valija venezolana fue el principal argumento. Tanto que durante los primeros días el conflicto campero no ganó la tapa de los diarios. Bastó que la Sociedad Rural venciera en el espacio público, para que el gobierno traspasara el debate al Congreso. Y que el Congreso espejara agónicamente la nueva relación de fuerzas. En ese instante Cobos, que no estaba en el libreto de nadie, produjo el vuelco, pasando de figurita decorativa a héroe de la derecha nativa. En ese punto Alfonsín volvió a mostrar quién era: un punto de reagrupamiento posible, de Cobos, de la oposición, de la diáspora radical, de la política nacional. El departamento de la Recoleta recuperó glamour, y en solemne peregrinación los fragmentos de un poder disperso intentan recomponerse. El milagro surge de un error de cálculo oficial –las trayectorias importan poco– y si el error vuelve a repetirse, el próximo candidato de la oposición en el 2011 lo decidirá Raúl Alfonsín.
fuente: el argentino.
1 comentario:
La historia pone a sus actores en su lugar. No está mal que los argentinos tengamos una mirada positiva sobre quienes tuvieron que enfrentar determinados momentos crucicales. Más allá de los aciertos y errores hay que rescatar a los hombres de la democracia.
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