Mariano Ferreyra pasó los últimos minutos de su vida tendido en una ambulancia particular que pasaba de casualidad por Barracas, sin médico ni equipamiento, y que ofreció la mínima ayuda que hasta ese momento no llegaba. Viajaba apoyado sobre
Elsa Rodríguez, herida con un disparo en la cabeza, y lo sostenía su amigo
Damián, quien le imploraba con palmadas en la cara que no cerrara los ojos, que aguantara.
Una bala de arma calibre 38 había perforado su remera y también su abdomen. Mientras lo llevaban hacia el hospital Argerich, el escenario de los disparos y las pedradas –en las calles Luján y Pedriel– iba quedando vacío ante la mirada impasible de la Policía Federal, que dejó ir a los agresores, una patota de la Unión Ferroviaria (UF) para la que un rato antes había liberado el terreno con el fin de que actuara. Mariano, Elsa y un centenar de personas, muchas del Partido Obrero (PO) y otras agrupaciones, protestaban ese día para exigir la reincorporación de trabajadores despedidos del ferrocarril Roca y la regularización de los “tercerizados”. Querían cortar las vías, pero ni lo intentaron, ya que se toparon con los matones del gremio, quienes al recibir barrabravas de refuerzo se les abalanzaron con un despliegue de máxima violencia en el momento en que se retiraban.
El ataque, definiría la Justicia después, pretendía “aleccionar” a los “tercerizados” para que dejaran de insistir con su reclamo. La fuerza de choque actuaba con un “plan criminal”, cuyo resultado sólo podía interesar a los líderes sindicales, empezando por
José Pedraza, que veía su poder amenazado. El cariz político de este crimen se vio desde el primer día. Las pruebas quedarán a la vista en el juicio oral que hoy comienza. (completo
acá).